04 noviembre 2004

Libro del desasosiego - Fernando Pessoa

En las vagas sombras de luz por terminar antes que la tarde
sea pronto noche, disfruto de errar sin pensar entre lo que la
ciudad se vuelve, y ando como si nada tuviese remedio. Me agra-
da, más a la imaginación que a los sentidos, la tristeza dispersa
que está conmigo. Vago, y hojeo en mí, sin leerlo, un libro in-
tersperso de imágenes rápidas, del que voy formándome indo-
lentemente una idea que nunca se completa.

Hay quien lee con la misma rapidez con que mira, y con-
cluye sin haberlo visto todo. Así saco del libro que se me hojea
en el alma una historia vaga por contar, memorias de otro yo
vagabundo, con avenidas de parques en medio, y figuras de seda
varias, pasando, pasando.

Indiscrimino con tedio y otro. Sigo, simultáneamente, por la
calle, por la tarde y por la lectura soñada, y los caminos son
verdaderamente recorridos. Emigro y descanso, como si estuviese
a bordo con el navío ya en altamar.

Súbitamente, los faroles muertos coinciden luces en las pro-
longaciones dobles de una calle larga y curva. Como un batacazo,
mi tristeza aumenta. Es que se ha terminado el libro. Hay tan
sólo, en la viscosidad aérea de la calle abstracta, un hilo exterior
de sentimiento, como la baba del Destino idiota, goteando en la
conciencia del alma.

Otra vida de la ciudad que anochece. Otra alma la de quien
mira a la noche. Sigo inseguro y alegórico, irrealmente sintiente.
Soy como una historia que alguien hubiese contado y, de tan
bien contada, anduviese carnal, pero no mucho, en este mundo
novela, en el principio de un capítulo: "En este momento, se
podía ver a un hombre avanzar lentamente por la calle de..."
¿Qué tengo yo que ver con la vida?


Nubes... Hoy tengo conciencia del cielo, pues hace días que
no lo miro pero lo siento, viviendo en la ciudad y no en la
naturaleza que la incluye. Nubes... Son ellas hoy la principal
realidad, y me preocupan como si el velarse del cielo fuese uno
de los grandes peligros de mi destino. Nubes... Pasan desde la
barra hacia el Castillo, de Occidente a Oriente, en un tumulto
disperso y desnudo, blanco a veces, se ven desharrapadas en la
vanguardia de no sé qué; medio-negro otras, si, más lentas, tar-
dan en ser barridas por el viento audible; negras de un blanco
sucio, si, como si quisiesen quedarse, ennegrecen más de la
venida que de la sombra lo que las calles abren de falso espacio
entre las líneas cerradas de las casas.

Nubes... Existo sin saberlo y moriré‚ sin quererlo. Soy el
intervalo entre lo que soy y lo que no soy, entre el sueño y lo
que la vida ha hecho de mí, la medida abstracta y carnal entre
cosas que no son nada, siendo yo también nada. Nubes... ¡Qué
desasosiego si siento, qué desconsuelo si pienso, qué inutilidad
si quiero! Nubes... Están pasando siempre, unas muy grandes,
pareciendo, porque las casas no dejan ver si son menos grandes
de lo que parecen, que van a ocupar todo el cielo; otras de
tamaño incierto, que pueden ser dos juntas o una que va a par-
tirse en dos, sin sentido en el aire alto contra el cielo cansado;
otras aún, pequeñas, que parecen juguetes de poderosas cosas,
bolas irregulares de un juego absurdo, sólo hacia un lado, en un
gran aislamiento, frías.

Nubes... Me interrogo y me desconozco. Nada he hecho de
útil ni haré de justificable. He gastado la parte de la vida que no
perdí en interceptar confusamente cosa ninguna, haciendo versos
en prosa a las sensaciones intransmisibles con que hago mío el
univeno desconocido. Estoy harto de mí, objetiva y subjeti~
mente. Estoy harto de todo, y del todo de todo. Nubes... Son
todo, desarreglos de lo alto, cosas hoy sólo ellas reales entre la
tierra nula y el cielo que no existe; harapos indescriptibles del
tedio que les supongo; niebla condensada en amenazas de color
ausente; algodones en rama sucios de un hospital sin paredes.
Nubes... Son como yo, un pasar desfigurado entre el cielo y la
tierra, al sabor de un impulso invisible, tronando o no tronando,
alegrando blancas u obscureciendo negras, ficciones del intervalo
y del error, lejos del ruido de la tierra y sin tener el silencio
del cielo. Nubes... Siguen pasando, siguen siempre pasando,
pasarán siempre siguiendo, en un enrollamiento discontinuo de
madejas empañadas, en un alargamiento difuso de falso cielo
deshecho.



Una de mis preocupaciones constantes es el comprender cómo
es que otra gente existe, cómo es que hay almas que no sean
la mía, conciencias extrañas a mi conciencia, que, por ser con-
ciencia, me parece ser la única. Comprendo bien que el hombre
que está delante de mí, y me habla con palabras iguales a las
mías, y me ha hecho gestos que son como los que yo hago o
podría hacer, sea de algún modo mi semejante. Lo mismo, sin
embargo, me sucede con los grabados que sueño de las ilustra-
ciones, con los personajes que veo de las novelas, con los perso-
najes dramáticos que en el escenario pasan a través de los actores
que los representan.

Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia real de
otra persona. Puede conceder que esa persona está viva, que siente
y piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de
diferencia, una desventaja materializada. Hay figuras de tiempos
idos, imágenes espíritus en libros, que son para nosotros reali-
dades mayores que esas indiferencias encarnadas que hablan con
nosotros por cima de los mostradores, o nos miran por casuali-
dad en los tranvías, o nos rozan, transeúntes, en el acaso muerto
de las calles. Los demás no son para nosotros más que paisaje
y, casi siempre, paisaje invisible de calle conocida.
Tengo por más mías, con mayor parentesco e intimidad, cier-
tas figuras que están escritas en los libros, ciertas imágenes que
he conocido en estampas, que muchas personas, a las que llaman
reales, que son de esa inutilidad metafísica llamada carne y hueso.
Y "carne y hueso", en efecto, las describe bien: parecen cosas
recortadas puestas en el exterior marmóreo de una carnicería,
muertes que sangran como vidas, piernas y chuletas del Destino.

No me avergüenzo de sentir así porque ya he visto que todos
sienten así. Lo que parece haber de desprecio entre hombre y
hombre, de indiferente que permite que se mate gente sin que
se sienta que se mata, como entre los asesinos, o sin que se
piense que se está matando, como entre los soldados, es que nadie
presta la debida atención al hecho, parece que abstruso, de que
los demás también son almas.

Ciertos días, a ciertas horas, traídas mí por no sé qué brisa,
abiertas a mí¡ por el abrirse de no sé qué puerta, siento de repente
que el tendero de la esquina es un ente espiritual, que el hor-
tera, que en este momento se inclina a la puerta sobre el saco
de patatas, es, verdaderamente, un alma capaz de sufrir

Cuando ayer me dijeron que el dependiente de la tabaquería
se había suicidado, sentí una impresión de mentira. ¡Pobrecillo,
también existía! Lo habíamos olvidado, todos nosotros, todos
nosotros que le conocíamos del mismo modo que todos los que
no le conocieron. Mañana le olvidaremos mejor. Pero que tenía
alma, la tenía, para que se matase ¿Amores? ¿Angustias? Sin
duda... Pero a mí, como a la humanidad entera, me queda sólo
el recuerdo de una sonrisa tonta por cima de una chaqueta de
mezclilla, sucia, y desigual en los hombros. Es cuanto me queda,
a mí, de quien tanto sintió que se mató de sentir porque, en
fin, de otra cosa no debe de matarse nadie... Pensé una vez, al
comprarle cigarrillos, que se quedaría calvo pronto. Al final, no
ha tenido tiempo de quedarse calvo. Es uno de los recuerdos que
me quedan de él.¿Qué otro me había de quedar si éste, después
de todo, no es suyo, sino de un pensamiento mío?

Tengo súbitamente la visión del cadáver, del ataúd en que le
han metido, de la tumba, enteramente ajena, a la que tenían que
haberle llevado. Y veo, de repente, que el dependiente de la
tabaquería era, de cierta manera, chaqueta torcida y todo, la. hu-
manidad entera.

Ha sido tan sólo un momento. Hoy, ahora, claramente, como
hombre que soy, él ha muerto. Nada más.

Sí, los demás no existen... Es para mí para quien este ocaso
remansa, pesadamente alado, sus colores neblinosos y duros. Para
mí, bajo el ocaso, tiembla, sin que yo le vea correr, el río grande.
Ha sido hecha para mí esta plaza abierta sobre el río cuya marea
se acerca. ¿Ha sido enterrado hoy en la fosa común el depen-
diente de la tabaquería? No es para él el ocaso de hoy. Pero, de
pensarlo, y sin que yo quiera, también ha dejado de ser para mí...



No creo en voz alta en la felicidad de los animales, sino
cuando me apetece hablar de ella como marco de un sentimiento
que es la suposición derivada. Para ser feliz es necesario saber
que se es feliz. No hay felicidad en dormir sin sueños, sino
solamente en despertarse sabiendo que se ha dormido sin sueños.
La felicidad está fuera de la felicidad.


No hay felicidad sino con conocimiento. Pero el conocimiento
de la felicidad es infeliz; porque saberse feliz es conocerse pasando
por la felicidad, y teniendo, en seguida, que dejarla atrás.
Saber es matar, en la felicidad como en todo. No saber, sin
embargo, es no existir.


Sólo el absoluto de Hegel ha conseguido, en las páginas, ser
dos cosas al mismo tiempo. El no-ser y el ser no se funden y
confunden en las sensaciones y razones de la vida: se excluyen,
mediante una síntesis al revés.


¿Qué hacer? Aislar el momento como una cosa y ser feliz
ahora, en el momento en que se siente la felicidad, sin pensar
más que en lo que se siente, excluyendo lo demás, excluyéndolo
todo. Enjaular al pensamiento en la sensación, (...)

la clara sonrisa maternal de la tierra plena, el esplendor cerrado
de las tinieblas altas, (...)


Es ésta mi creencia, esta tarde. Mañana por la mañana no
será ésta, porque mañana por la mañana seré ya otro. ¿Qué
creyente seré mañana? No lo sé, porque sería preciso estar allí
para saberlo. Ni el Dios eterno en el que hoy creo la sabrá
mañana ni hoy, porque hoy soy yo y mañana quizás ya no haya
existido él nunca.


Biografía de Fernando Pessoa


(Lisboa, 1888- id., 1935) Poeta portugués. Pasó su infancia y juventud en la República de Sudáfrica e inició estudios de derecho en la Universidad de El Cabo, y regresó a Lisboa en 1905. Inició su obra literaria en inglés, aunque a partir de 1908 creció su interés por la lengua portuguesa. Su obra es una de las más originales de la literatura portuguesa y fue, junto con Sá Carneiro, uno de los introductores en su país de los movimientos de vanguardia. A partir de 1914 proyectó su obra sobre tres heterónimos: Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Alberto Caeiro, para quienes inventó personalidades divergentes y estilos literarios distintos. Frente a la espontaneidad expresiva y sensual de Caeiro, Ricardo Reis trabaja minuciosamente la sintaxis y el léxico, inspirándose en los arcadistas del s. XVIII. Álvaro de Campos evoluciona desde una estética próxima a la de Whitman hasta unas preocupaciones metafísicas en la tarea de explicar la vida desde una perspectiva racional. Sobre estos desdoblamientos del poeta en varias personalidades, se reflejan sus distintos yos conflictivos, y elabora su propia obra poética, a veces experimental, una de las más importantes del s. XX y que en su mayor parte permaneció inédita hasta su muerte. Su poesía, que supone un intento por superar la dualidad entre razón y vida, fue recogida en los volúmenes Obras completas: I. Poesías, 1942, de Fernando Pessoa; II. Poesías, 1944, de Álvaro de Campos; III. Poemas, 1946, de Alberto Caeiro; IV. Odas, 1946, de Ricardo Reis; V. Mensagem, 1945; VI. Poemas dramáticos; VII. y VIII. Poesías inéditas, 1955-1956. Su obra ensayística ha sido recogida en Páginas íntimas de autointerpretación (1966), Páginas de estética y de teoría y crítica literarias (1967) y Textos filosóficos (1968). En 1982 apareció Libro del desasosiego, compendio de apuntes, aforismos, divagaciones y fragmentos del diario que dejó al morir.






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