06 julio 2005

Escribir

La necesidad de escribir.
La necesidad de poder leernos a ver si de una vez
por todas convencemos a nuestro entendimiento.
El mar está calmo como si descansara, el horizonte
se ve lleno de colores enfurecidos tratando de prevalecer
uno sobre el otro. Una mano toca el agua turquesa,
la acaricia, casi con piedad. El sol de la tarde ilumina
el bote de madera vieja. El único sonido aparte del agua,
es el crujir de tablón, cruje una y otra vez al ritmo
de las pequeñas olas que mueven la embarcación.
Cruje con ritmo constante como si fuera un metrónomo.
Esos son los únicos sonidos todo el tiempo;
pero cada cinco minutos se les suma la mano
que acaricia el agua y se vuelve a desvanecer
del lado de adentro del bote.


Es una mujer a la deriva, sin rumbo fijo.
Su actitud no es de preocupación.
Como si estar perdida de alguna manera le diera tranquilidad.
Como si la incertidumbre fuera su única certeza y a la vez
la luz de vida que alimenta a su ser e impide que muera.
Está acostada en el fondo del bote, con los ojos entrecerrados.
Tiene los labios cuarteados seguramente por los
efectos del sol y de la falta de agua.
Echando un vistazo hacia los cuatro puntos cardinales,
no hay rastro de tierra en el horizonte.
El bote está muy lejos de la costa.


Por un breve momento la mujer abre los ojos y se incorpora.
Sus ojos son de color verde intenso, como la esmeralda.
Su cara tiene una expresión de tristeza mezclada con aburrimiento.
Su cuerpo luce deteriorado seguramente por el ayuno
que lleva desde que está a la deriva.
Se acerca al canto del bote y extiende su brazo hasta
acariciar el agua con su mano, la acaricia por unos segundos
y vuelve a caer en el piso del bote pesadamente.
Tose y se retuerce de dolor.
Está muy débil como para ponerse a luchar
contra su destino que parece haberla estado acechando
y la vino a alcanzar justo aquí.
Todos sabemos que el destino es
una entidad muy compleja, con una vida agitada.



Existe una historia contada de generación en generación.
La historia cuenta que hallándose en el desierto,
en el campamento de una tribu nómada, el maestro de la tribu
al llegar de un recorrido ordena a uno de los hombres que ate los camellos.
El hombre lleva los camellos pero no los ata,
solamente le reza a Alá y le pide que cuide a los camellos.
"Alá protege nuestros camellos te pido humildemente" y reza unas oraciones.
A la mañana siguiente el maestro nota que los camellos
ya no estaban, que habían huido.
Le pregunta a su discípulo si había atado los camellos
tal cual él le había ordenado.
Su discípulo le contesta que no, pero que nada malo
tendría que haber ocurrido ya que el mismo
le había pedido a Alá para que cuidara de los camellos.
Si Alá los cuidara nada malo les puede pasar.
No es necesario tomarse el trabajo de atarlos.
El maestro le dijo,
"Debiste atar los camellos y luego pedirle a Alá que los cuidara".


Muchas civilizaciones entienden al destino como lo inevitable,
como algo que nos espera desde el fugaz paso por la cuna,
y que no hay nada que podamos hacer durante nuestra vida
que lo pueda llegar a modificar, es Karma puro.
Otros entienden esto de una manera diferente, y creen
que el destino lo forja solamente la persona.
Independientemente de los hechos, cada uno
hace su vida y diseña su destino día a día.
Unos terceros están en el medio y creen que el destino
es la mezcla entre el karma y nuestras acciones, es un resultado.
Yo estoy con estos últimos si me preguntan.


El destino de la mujer del bote no parece serle muy favorable.
¿Pero que le habrá pasado a ésta mujer?
¿Habrá olvidado atar sus camellos también?
La verdad no llega, pero sí llega el ocaso.
Ella sigue tirada en el piso del bote,
ya no se incorpora para tocar el agua.
El sol comienza a ponerse. Colores rojizos invaden el cielo.
Como el fuego lo incendian por doquier.
El agua toma un brillo que no tuvo en todo el día,
un aspecto cálido y de repente ya no es más agua, sino solo oscuridad.
Todo comienza a ennegrecer, un eterno “fade to black”
una bajada brusca de tensión, el fin de una vida.
El cielo deja ver el último trozo de luz que ilumina
nada más que el alma de la pobre náufraga.
Tanto mar, tanta inmensidad, la vida solo es submarina,
en la superficie es difícil sobrevivir.


Antes de que la última luz del día haya sido tragada por el ocaso,
la mujer se mueve, se arrastra como puede.
Se arrastra hasta el borde del bote y se deja caer al agua,
fundiéndose con la inmensidad.
Su pelo rubio es lo último que se ve del día ahora
y lentamente desaparece hasta la oscuridad total.
Hay luna llena en algún lugar, en algún océano.
¿Que estará haciendo un bote viejo
y putrefacto solo en este lado del mundo?


Escribimos porque nos alimenta, nos nutre.
Escribimos porque nuestra vida depende de ello.
Escribimos porque de otra forma somos náufragos
juntando valor para poder arrojarnos
por la borda de algún bote perdido.







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