27 julio 2005

Una mañana de invierno

Confíate a los dioses en todo: ellos a veces,
a quien yace en el suelo oscuro, lo levantan
y libran de infortunio; y en cambio, otras, atacan,
y al de más firme asiento lo hacen caer de espaldas;
males sin cuento siguen, y el hombre anda perdido,
faltándole el sustento, enajenado el ánimo.

Arquíloco, siglo VII A.C.


Se desarman en mis resecas manos las ansias de volar, como ramas viejas se resquebrajan. Las tardes ya no tienen sabor de verano, sabor de caminatas al sol por avenida Cabildo, mirando vidrieras y pensando en nada, simplemente, dejando pasar los segundos, los minutos, las horas, sin culpa ni zozobra.

Muchas veces salgo de mi casa (me veo salir) bajo con el ascensor, cierro sus dos puertas al bajar y me fijo que hayan quedado bien cerradas, abro la puerta de acero y vidrio que decora la entrada del edificio donde vivo y simplemente salgo al aire libre cerrándola por detrás mío. Entonces, mis ojos reciben el aire fresco de la nueva mañana (en esta época del año helado), y mis labios saborean el nuevo día que me ha sido regalado. Un día más, ¡tanto por hacer! No quiero siquiera pensar.

Nunca me ha gustado organizarme por la misma razón por la que no uso reloj. Dejad que el día traiga a mi las decisiones que yo prometo vivir atento e intentar estar siempre a la altura de los acontecimientos. Dejad al tiempo enfrentarse a mí una y mil veces; que mi pecho promete una resistencia a sus embates como jamás se ha visto, una fortaleza de tal magnitud que opacaría cualquier intento gallardo por flanquear su vulnerabilidad, por dejarla en evidencia, por desnudarla en plaza pública frente a los ojos incrédulos del primer grupo de turistas atareados con sus modernas cámaras de fotos; pues es bien sabido que no se puede ver y manejar una cámara de fotos a la vez, esos endemoniados aparatos pueden volverte completamente loco en un chasquido de dedos.

Dejadme disfrutar lo impredecible porque es la proteína que nutre mi alma. Soy un exiliado viviendo en mi propio barrio, soy poesía de callejón, soy los ojos de Eve Harrington. Dejad que el nuevo día venga a mí, que no será desilusionado. Todo lo contrario, en mí encontrará la justificación de su existir, el origen de todas sus desdichas y la exoneración de todos sus pecados, los placeres olvidados y aquellos que pegan y atormentan sus noches. Dejad al tiempo que me encuentre en Monroe y Naón, o en Melián y Juramento, ó en Donado y Alvarez Thomas.
Prometo puntualidad de monje budista y una sonrisa enorme como mi corazón.

Un día más, ¡tanto por hacer! No quiero siquiera ponerme a pensar, no en esta fría mañana de cualquiera de los días que me puede llegar a tocar vivir, después de todo no pueden ser muchos los que pasen desapercibidos como el de ayer.
Si tomamos en cuenta que un tercio de nuestra vida nos la pasamos durmiendo eso nos deja una buena cantidad de días menos. Si les sumamos todos esos malos días en donde nuestra cama se transforma en nuestra mejor aliada y las cobijas nos tapan la luz de la vergüenza y nos dejamos acunar por la depresión, la dulce depresión que nos llega como un regalo divino y nos hace escribir lo mejor que vamos a poder en nuestra vida. Woolf, Pessoa, Bolaño y tantos otros, seducidos por ella nos dejaron papel sagrado manchado con sangre sagrada y adecuadamente encuadernado para nuestras delicias vampirescas.
Si tomamos en cuenta esos días la cantidad empequeñece un poco más aún.

Camino la primera cuadra, siempre mirando las baldosas y tratando de seguir un patrón, porque el solo hecho de poder caminar no me licencia a desplazarme como algún cuadrúpedo moribundo mortalmente herido por un martillazo en la cabeza, no. Debo seguir un patrón y tomar en cuenta a las baldosas que para algo retozan elegantemente debajo de mis pies, en cada una de ellas yace el deseo de miles de albañiles peleando contra las inclemencias del frío (por no hablar de las inclemencias de quienes los contrataron).

En cada una de ellas está el reflejo de esas manos ajadas, esas manos con las huellas dactilares emblanquecidas de tanta cal, esas manos que ponen a la vista cayos lisos, bien establecidos y enormes, esas manos con uñas que regalan miles de texturas a los ojos del peregrino que quiera parar a apreciarlas y a estrecharlas. ¿Cuál tarea puede ser más realizadora para una mano que estrechar otra mano? El contacto con ese igual perdido, ese igual que vive en otro mundo, un mundo de cremas, un mundo sin cayos, un mundo con calor de hogar y amor. Nada puede ser tan sosegador.

Sigo caminando y llego a la primera esquina, he recorrido aproximadamente unos treinta y dos metros desde la puerta de mi casa hasta esta esquina que me espera como todos los días, paciente. Me aguarda en el mismo lugar, siempre con una sonrisa en el árbol de moras, sonrisas más amplias en el gomero, y todo el sol que te puedas imaginar asomando por detrás de los edificios grises y fríos. Donde quieras mirar, hay una historia esperándonos, una historia que busca un dueño que se la apropie. Luego de haber sido contada la historia tiene dueño. Tal vez esa historia tenga ganas de viajar sobre las mágicas planicies de algún libro, o a través de códigos html y por banda ancha o adsl, o simplemente de la mano del sonido y de boca en boca, como finalmente empezó todo, si, finalmente empezó todo. ¿Qué loco no?








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